domingo, 5 de julio de 2009

Videovigilancia urbana, el gran negocio de la invasión a la privacidad

En lo que va de 2009 se instalaron más de 10 mil cámaras de seguridad en todo el país


La instalación de una cámara con su programa correspondiente ronda los 15 mil pesos. Se calcula que hay unos 40 municipios que están por colocar sistemas en los próximos días. El argumento es que ayuda a combatir la inseguridad, aunque hay quienes sostienen que no está probada su eficacia.


Gonzalo Sánchez y Claudio Mardones

Crítica 05/07/2009

Si el precio que tenemos que pagar para vivir seguros consiste en aceptar que una cámara instalada en cualquier esquina registre nuestros actos privados –por más pública que sea la calle–, entonces habrá que asumir que el derecho a la intimidad se terminó para siempre. Pero también que las sociedades tecnológicamente controladas no son necesariamente las más seguras. Esta última línea, sin embargo, es la que prefieren ignorar intendentes del conurbano, jefes políticos, empresarios y gobernadores. Según datos de la Cámara Argentina de Seguridad Electrónica (CASEL) y otras firmas del sector, en lo que va de 2009 se instalaron más de diez mil videocámaras en espacios públicos de diferentes localidades y ciudades del interior del país. Pero el número podría quedarse corto porque las mismas fuentes aseguran que muchas de las contrataciones –que promedian los 400 mil pesos por municipio– se hacen en forma directa, es decir, sin licitación.

Como sea, y a tono con lo que ocurre en el Primer Mundo –en Londres 10.500 cámaras filman a toda hora como en un reality show, sin cortes, las conductas de la gente común–, la Argentina está en sintonía con las tendencias mundiales de seguridad urbana. Pero, ¿quién vigila a los que nos vigilan? La pregunta, como se verá, tiene respuestas divididas y poco claras. Pero mientras tanto la muletilla política sostiene que no se puede brindar seguridad sin información, y que para proceder primero es necesario reunir elementos visuales. Sólo así, piensan los funcionarios, es posible garantizar la integridad de las personas.

Eduardo Capelo, titular de CASEL, acepta que las cámaras operan como elemento disuasivo. “Pero no sólo sirven contra la inseguridad –aclara–, sino también para prestar otros servicios a la comunidad, como operar rápidamente en situaciones de accidentes o bloqueos de tránsito en caso de emergencias”.

Capelo continúa: “Promovemos que las instalaciones se produzcan por concurso público y también que se hagan de acuerdo con las reglas del buen arte, es decir, en armonía con el mobiliario urbano. Pero muchas veces el político quiere tenerlas con urgencia y lo termina haciendo alguien que no sabe”.

Los hábitos, mientras tanto, se modifican o se desarrollan bajo la órbita de un novedoso ojo avizor. Desde el 28 de mayo pasado, la rutina privada, individual, de una caminata desde casa al trabajo en plena ciudad de Buenos Aires un día cualquiera queda registrada por el flamante “Gran Hermano” de Mauricio Macri: un centro de monitoreo urbano operado por un equipo de 120 vigías que durante las 24 horas de la jornada, los 365 días del año, se dedican a observar. Desde una especie de Pentágono ubicado en el barrio de Barracas, el desarrollo de la normalidad es captado por una red de 170 cámaras de vigilancia instaladas en catorce parques y plazas, en las calles aledañas a la Plaza de Mayo, en la sede comunal de Bolívar 1, en los alrededores del Obelisco, del Distrito Tecnológico, en la plaza Naciones Unidas (al lado de la Facultad de Derecho de la UBA), en los ingresos a la villa 31 de Retiro y en las nuevas estaciones de las líneas de subte A, B y H.

Algo similar ocurre en los andenes y en el interior y el exterior de las estaciones de todos los ramales del Ferrocarril Mitre. Pero hay una particularidad: la información que difunden las cámaras puede ser chequeada online por cualquier persona que se tome el trabajo de tramitar un password en la página web del Ministerio de Justicia, Seguridad y Derechos Humanos de la Nación.

F
ue justamente su titular, Aníbal Fernández, el encargado de anunciar en marzo de 2008 la puesta en marcha del Programa Nacional de Seguridad Ciudadana, que implicó un desembolso de 400 millones de pesos para que distintas ciudades y municipios de la provincia de Buenos Aires y del interior invirtieran en tecnología preventiva. De esa caja se nutrieron entonces las empresas del rubro de la videoseguridad urbana y así proliferaron los negocios entre municipios y privados y así, sostiene la estadística, el sector creció.

La instalación de una cámara con su correspondiente software ronda los 15 mil pesos. Un sistema de monitoreo estándar tiene entre 120 y 150 grabadoras. Y la tendencia no muestra síntomas de girar a negativo, sino todo lo contrario. Capelo dice que todos los días se enteran de que alguna ciudad estrenó su equipo de vigilancia. “Debe haber en este momento unos cuarenta municipios en proceso de licitación”, señala.

Desde el año pasado, por ejemplo, los movimientos de todos los peatones que van y vienen por la zona céntrica de San Isidro son filmados por 120 cámaras que remiten imágenes directamente a una sala de situación ubicada en el edificio de la Municipalidad. Las autoridades comunales sostienen que, gracias a eso, por lo menos 25 sospechosos fueron detenidos en los últimos meses. Lo mismo ocurre en Vicente López, Ezeiza, Berazategui y Tigre, donde los funcionarios se jactan de haber obtenido el resultado que esperaban, una ecuación de trazo grueso que señala que a mayor cantidad de cámaras menor delito.

“A fines de 2007, cuando asumió Sergio Massa como intendente de Tigre, decidimos instalar las videocámaras y armar el centro de operaciones desde donde monitoreamos todo. Pusimos cámaras domo, que permiten giros de 360 grados y que graban las 24 horas del día. El resultado es que los delitos como asaltos, robos, hurtos, del año 2008 al 2009, bajaron entre un 30 y 40 por ciento”, dice Diego Santilli, secretario general de Gobierno de Tigre.

“Te doy ejemplos –agrega–. Cayó un avión cerca de la zona urbana de Tigre y, como lo vio una cámara de seguridad, todas las fuerzas pudieron ponerse en marcha y salir a apagar el incendio. En todas las localidades visualizamos, todo el tiempo, in fragantti a los delincuentes en el momento justo. Llegamos a captar cómo escondían un arma. A menudo vemos robos y respondemos rápido gracias a las cámaras. Y, además, te queda el archivo de imágenes, como para aportarle pruebas a la investigación policial”.

Santilli da con un tema clave: ¿Qué uso se hace de las imágenes grabadas? ¿Quién puede verlas? ¿Para qué?

La discusión es tan filosófica como global. Podría comenzar con Michel Foucault y su tesis sobre la mirada omnipresente del panóptico y las sociedades disciplinadas y controladas y terminar con esta declaración de Capelo: “En la cuadra de mi oficina hay una cámara y también ahí hay un hotel alojamiento. A muchos no les debe gustar que haya una filmadora justo ahí. Allí hay un debate muy interesante. En algunos casos se filma pero no se graba. Pero yo creo que la seguridad está en la grabación”.

Beatriz Busaniche es licenciada en Comunicación Social. Trabaja para la Fundación Vía Libre, una organización que se dedica a defender los derechos civiles en entornos de nuevas tecnologías. “Si contamos con que las cámaras están mayormente ubicadas en plazas y lugares de alta circulación –opina– pronto tendremos una base de datos enorme de las actividades de la gente que circula por ahí, incluyendo rostros y expresiones de activistas sociales, militantes, mujeres y niños que pasen regularmente por esos lugares. Pero no tenemos muy claro qué pasa con toda la información que se recopila, cuánto tiempo se mantiene, cómo se procesa, cómo se guarda, quién tiene acceso, con qué fines se realiza”.

Busaniche insiste (ver entrevista) en que no hay manera de vigilar a los vigiladores. Y enciende una luz amarilla sobre la utilización de esa base de datos. La discusión, por lo tanto, no arriba a un punto de acuerdo. Y mientras tanto, los municipios siguen minando de cámaras el paisaje urbano. Los pequeños vigías sofisticados avanzan sobre espacios semipúblicos como shoppings y escuelas y nuestros actos –privados, inofensivos, secretos, individuales– son grabados por alguien a quien no podemos visualizar. Eso sí, todo en pos –¿habrá que creerlo?– de nuestra total integridad.

“Una sociedad monitoreada es menos libre y democrática”

Beatriz Busaniche es licenciada en Ciencias de la Comunicación. Es también docente en Ciencias de la Comunicación de la UBA y trabaja para la Fundación Vía Libre, una organización que se dedica a defender los derechos civiles en entornos de nuevas tecnologías, con ejes de trabajo en acceso al conocimiento, software libre, derechos de autor, privacidad y en contra del voto electrónico.

–¿Cuáles son las principales razones de esta expansión y cuándo comenzó?

–Desde hace un tiempo a esta parte se ha instalado la idea de que a mayor vigilancia, mayor seguridad. En los EE.UU. ya se usaban estos sistemas desde hace mucho, pero fueron los atentados de 11 de septiembre los que impulsaron la doctrina de la seguridad y, en consecuencia, un grado nunca antes visto de intromisión en la vida privada de las personas. Los atentados en los subterráneos de Londres y los trenes de Madrid terminaron de reforzar la doctrina de la seguridad en el viejo continente. En la Argentina, fue la movida que se ubicó detrás del “no ingeniero” Blumberg la que sembró está avanzada.

–¿Cuántos aparatos de este tipo hay en la Argentina?

–Es imposible saberlo. Macri inauguró justo antes de las elecciones un centro de monitoreo con 170 cámaras. También hay que evaluar la cantidad de cámaras privadas que hay. Si empezamos a observar, es impresionante la cantidad de edificios privados que tienen cámaras filmando la calle. Contando las iniciativas públicas y los sistemas de vigilancia privados, es imposible estimar un número.

–¿Cuáles son las consecuencias del mayor control social?

–Uno de los problemas es justamente que hoy en día no tenemos manera de evaluar las consecuencias de establecer una sociedad masivamente controlada. Sí sabemos, a partir de estudios realizados en los EE.UU. y en Inglaterra, que la instalación de estos sistemas tiene un impacto muy bajo en la prevención del delito y en la tasa de criminalidad. En Londres, un ciudadano promedio que hace su vida normal será filmado 300 veces en un día. Alguien podrá trazar sus recorridos, establecer sus pautas de conducta, verificar incluso pautas de consumo, establecer redes de relaciones sociales. Puede sonar a paranoia, lo sé, pero imaginen una ciudad sitiada de cámaras de este tipo en los tiempos que se vivieron en la década del 70 en la Argentina. ¿Cuánta más gente habría desaparecido si las fuerzas de seguridad hubieran contado con dispositivos de esta naturaleza? Una consecuencia muy sutil es el acostumbramiento de la sociedad a ser vigilada. Yo no quiero que me vigilen, no quiero acostumbrarme a eso. Sobre todo si la razón por la que dicen que lo hacen (prevenir el delito, ofrecer seguridad) no está corroborada en lo más mínimo.

–¿Por qué las cámaras no logran reducir el delito?

–Es difícil decir por qué, pero hay varias cuestiones que suenan bastante a sentido común. Cory Doctorow, en su libro Content incluye un ensayo sobre las cámaras londinenses (él vive en Londres) donde justamente habla de que las cámaras no sirven para disuadir a alguien que ya no tiene nada que perder. Alguien que ha llegado a ser un consumidor asiduo de paco y sale a robar billeteras para comprar más paco no es una persona que tenga mucha oportunidad de tomar decisiones racionales para su vida.

Difícilmente logremos disuadir a un chico de hacer esto con las cámaras.

–¿Por qué te parece que hay que oponerse y evitar el crecimiento de los circuitos de filmación?

–Por esto que decía de que una sociedad monitoreada, controlada, es una sociedad menos libre y, en definitiva, menos democrática.

–Un pronóstico: ¿cómo podría evaluar el presente y el futuro de la privacidad en la Argentina? ¿Y en el mundo?


–El pronóstico es bastante sombrío por múltiples razones, pero la principal es la incorporación acrítica de tecnologías de vigilancia y la escasa discusión, casi nula discusión diría, sobre las implicancias.

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